Zapatillas y sandalias


Primer Premio XXIII Certamen de Relatos Breves San Juan de Dios.

PENSAMIENTOS DE LA AUTORA: 

Escribí este relato el verano de 2021 mientras trabajaba en el Equipo de Tratamiento Intensivo Comunitario del Hospital Regional Universitario de Málaga. Atender las necesidades y cuidados de personas en la calle en riesgo de exclusión social me hizo ver Málaga con otros ojos. Con este relato quise visibilizar los cuidados de enfermeros como Trini o Matías del Equipo de Tratamiento Intensivo Comunitario; o la labor de Pablo, monitor responsable del Centro de Día del Programa para personas con riesgo de exclusión social de la Fundación Andaluza para la Integración Social del Enfermo Mental.

https://www.sanrafaelnebrija.com/media/upload/arxius/vida-universitaria/certamen-literario/2021/Deportivas%20y%20sandalias%20-%20Jessica%20Goodman.pdf


Imagen: cookie_studio (Freepik)


Zapatillas y sandalias

Calor. Hace mucha calor. Es un mes de agosto y mientras unos disfrutan del sol en la playa, otros nos resguardamos de sus rayos bajo la cornisa de un edificio. La hora del medio día es la peor. Me duele la cabeza de tanto sol y mi piel, a pesar de ser oscura, está quemada y dolorida. Sentada contra la pared de algún edificio siento como la acera cada vez quema más y busco incómoda la postura para no achicharrarme los muslos.

Apenas levanto la mirada del suelo observando los zapatos de los transeúntes. Zapatos vienen, zapatos van. Chanclas y alpargatas saludan mis pies descalzos y sucios al pasar. Observo curiosa todo tipo de pies. Pies cubiertos con cordones, plataformas y tacones; y pies al descubierto a montones. Unos tienen juanetes y uñas sin pintar, otros más sofisticados llevan la pedicura hecha y anillos en los dedos de los pies.

De pronto unas deportivas se paran frente a mí. A su lado, unas sandalias también se detienen. “Hola, ¿Juana?”. Se oye una voz de mujer llamar. Me sorprende escuchar mi nombre. Hace días o incluso semanas que nadie lo pronuncia. Me invade el miedo ante tal encuentro. ¿Qué querrá de mí esta voz que me llama? Mantengo la mirada fija en los zapatos y no digo palabra. “Hola, Juana, ¿qué tal?”. Pregunta otra voz, esta vez de hombre. Sigo sin responder. No quiero levantar la mirada. Temo lo que podré encontrar. Oigo un cuchicheo entre las sandalias y las deportivas. “Sentimos molestarte, Juana. Mi nombre es Trini y este es mi compañero Matías. ¿Te podemos ayudar en algo, Juana?”. Permanezco en silencio. ¿Qué querrán de mí? No tengo nada que ofrecer. Escucho de nuevo un cuchicheo. “No te preocupes, Juana, no te molestamos más, vendremos mañana de nuevo a ver qué tal estás”. Oigo el ruido de una bolsa y escucho el sonido de un plástico al ser situado sobre la acera suavemente. Deportivas y sandalias echan a andar y desaparecen entre miles de zapatos más. Al levantar la mirada veo un bote de crema de sol. Se me escapa un sonido de asombro, lo cojo sin pensarlo y comienzo a proteger cada centímetro de mi piel de los rayos del sol.

Hambre. Tengo mucha hambre. Es un mes de agosto y mientras unos disfrutan de los chiringuitos y los espetos, otros buscamos entre basuras los restos que estos se dejan atrás. La hora del medio día es la peor, los olores de comida de bares y restaurantes invaden las calles. Me duele la tripa de tantas horas sin comer y, a pesar de tener buena barriga, está vacía. Rebusco al lado de algún contenedor con bolsas a rebosar algo que comer hoy. 

No separo la mirada de la basura, pero de reojo, veo unas deportivas y unas sandalias llegar. “¿Juana?”. Me sorprende una voz familiar. ¿Qué hacen de nuevo visitándome semejantes zapatos? Sin levantar la mirada, asiento levemente. “¿Qué tal, Juana? ¿Cómo estás?”. Asiento de nuevo y emito un sonido ininteligible a modo de respuesta. “Somos de nuevo Trini y Matías. Nos gustaría presentarnos. Somos enfermeros del equipo de atención de salud mental de calle”. ¿Enfermeros? Nunca lo hubiese imaginado. “Nos han comunicado que llevas un tiempo en situación de calle y nos gustaría conocer en qué te podemos ayudar”. “Dejadme en paz”. Contesto con enfado. “¡No necesito ayuda!”. ¿Quiénes se creen viniendo a ofrecerme su ayuda? ¿Me querrán encerrar? Hace unas semanas a Pedro se lo llevó una ambulancia para la unidad de hospitalización de salud mental. ¿Vienen a por mí también? “¡IROS!”. Insisto. “Comprendemos tu miedo, Juana. Sentimos haberte molestado. Volveremos mañana”. Antes de irse, sandalias y deportivas dejan una bolsa a mi lado. Cuando les pierdo la vista, abro la bolsa con cuidado. Dentro encuentro un tupper desechable con una ración de comida, un yogur y una fruta. Todo en perfecto estado, sin abrir y con unos cubiertos de plástico para usar. La imagen se me nubla con lágrimas mientras la boca se me hace agua y comienzo a llenar mi estómago vacío.

Sed. Tengo mucha sed. Es un mes de agosto y mientras unos disfrutan de cervecitas y cócteles, otros bebemos de fuentes municipales. La hora del medio día es la peor, las fuentes a pleno sol se recalientan y el agua sale ardiendo. Me duele la garganta de tantas horas sin beber. Sentada en el césped, bajo la sombra de algún árbol, en algún parque espero las horas pasar hasta que baje el sol, y se refresquen las fuentes. 

Oigo unas pisadas acercarse. Llevo dos días sin encontrarme con deportivas y sandalias. “¡Hola, Juana!”. Saluda con simpatía sandalias. “¿Dónde habéis estado que lleváis dos días sin venir?”. Pregunto en tono recriminatorio. Por primera vez desde que conozco a sandalias y deportivas, levanto la mirada. Me encuentro con una mujer de mediana edad y un hombre más mayor. Ella desprende vitalidad y él sosiego. Ambos me sonríen. “¡Qué alegría ver por fin tus ojos, Juana! ¿Cómo estás?”. Pregunta sandalias con alegría. “Lleváis dos días sin venir”. Repito. “Tienes razón Juana, te debemos una disculpa. Debimos haberte explicado que nuestro horario es entre semana, por eso no hemos venido estos dos días”. Explica él. “Ah”, contesto pensativa. “Como te comentamos, somos del Programa de Intervención en Salud Mental y Exclusión Social para personas sin hogar. Hemos sido informados de tu situación y veníamos a preguntarte en qué crees que te podríamos ayudar”. Miro a ambos pensativa. “¿Habéis sido informados? ¿Quién os ha informado?”. Pregunto desconcertada. “Verás” empieza sandalias “al parecer algunos vecinos te han escuchado por las noches hablar preocupada, sollozando, llegando incluso a gritar y se han preocupado por ti”. Los miro confusa. “Ustedes no lo entenderían” contesto molesta. “Ha sido un placer conocerlos, ya se pueden ir, gracias”. Retiro la mirada y miro de nuevo el sol, deseando que se ponga para poder por fin beber agua fresquita. “Sentimos haberte molestado Juana, aunque no lo podamos entender, podemos escucharte y acompañarte”. Ofrece él. “Adiós” me despido retirándoles la mirada. Percibo como se miran entre ellos, suspiran y sacan de una bolsa un objeto voluminoso. Una vez deportivas y sandalias se han ido, veo que han dejado una botella de dos litros en el suelo. Me estremezco al alcanzarla y percibir su frescor. Bebo lentamente disfrutando de cada sorbo de agua.

Sudor. Tengo mucho sudor. Es un mes de agosto y mientras unos huelen a crema Nivea, otros olemos a humanidad. La hora del medio día es la peor, las fuentes a pleno sol se recalientan y el agua que sale está ardiendo. Y así no puedo darme un agua al cuerpo ni refrescarme. Estoy sudando a mares. Sentada en alguna parada de algún autobús bajo alguna marquesina hago tiempo hasta que conecten los sistemas de riego de los parques y pueda asearme.

A pesar de mi rumbo itinerante, sandalias y deportivas me encuentran. Veo su reflejo llegar en el soporte de la parada de autobús. “¡Hola, Juana!” me saludan al unísono. Me sorprenden. Sin duda, me sorprenden. Día tras día, les ignoro, les rechazo, o les echo; y día tras día, vuelven a buscarme. “Hola, Trini, hola, Matías”. Se miran asombrados y me sonríen. “¿Cómo te encuentras, Juana?”. “Bien” respondo escuetamente. “Sigo sin entender vuestras visitas” explico. “Queremos conocer tus necesidades para ayudarte con ellas, si es que lo necesitas”. Me miro la ropa, manchada de sudor, basura y asfalto; y miro mis pies descalzos y sucios. “Verán, aunque no lo parezca, las personas sintecho sabemos y queremos cuidarnos bien. Quizás no siempre podamos cuidarnos bien, pero sabemos cómo hacerlo y queremos hacerlo”. Me miran en silencio y continúo. “Quizás… Quizás necesitaría algo de ropa y calzado… Quizás necesitaría ducharme…”. Miro el suelo avergonzada. “¡Claro, Juana! ¡Eso está hecho!”. Contesta él. “Hay un lugar, un centro de día, donde podemos facilitarte ropa y calzado y donde puedes ducharte. ¿Te gustaría?”. Me preguntan. “¡Claro!” contesto emocionada. “Te podemos acompañar mañana si quieres, aunque antes nos gustaría conocerte un poco mejor si te parece bien”. Aquí hay gato encerrado, pienso. “¿Conocerme mejor?”. “Como te hemos comentado, somos enfermeros de salud mental y nos preocupa tu salud y bienestar”. “¡Ah, no, no!” vocifero “¡A mí no me ingresáis por una ducha y un par de zapatos!”. “Para nada” contesta con voz afable deportivas. “Sólo queremos conocerte mejor, Juana. Estar en situación de calle puede poner en riesgo la salud, tanto física como mental, y queremos valorar si necesitas ayuda. Esa ayuda puede ser desde necesidades básicas como protección solar, alimento, agua, ropa y calzado, aseo y un lugar donde dormir; a necesidades de comunicación y acompañamiento emocional; apoyo social, ocupacional y laboral; y mucho más”. “Lo tengo que pensar” contesto. “Claro, Juana, mañana volvemos”. Sandalias me alarga la mano para estrecharla. “¿Te lo pensarás?” Mantiene la mano abierta en espera de mi respuesta. Tomo su mano y contesto “Me lo pensaré”.

Miedo. Tengo mucho miedo. Es un mes de agosto y mientras unos salen de fiesta al centro de la ciudad a beber para ahogar sus penas privilegiadas en alcohol, otros nos protegemos de los que beben para evadirse de la cruda realidad. Las tantas de la madrugada es la peor hora, las calles están menos transitadas, más desprotegidas. Y así no puedo dormir. Tengo miedo de que me hagan algo mientras duermo. Tumbada sobre cartones en algún cajero de alguna calle principal, me hago un ovillo aterrada. “Mírala, como la vea la policía la van a multar por dormir en la calle”. Si ellos supieran que lo mejor que te puede pasar una noche durmiendo en la calle es que te multen…

Amanece y al abrir los ojos veo unas familiares sandalias. “¡Buenos días, Juana!” oigo mientras me desperezo. Todavía tengo en mi retina y en mis oídos lo presenciado anoche… Una pobre compañera de cartones… Me deshago rápidamente del pensamiento. “Buenos días” digo entre bostezos. “¿Qué tal has pasado la noche?” me pregunta deportivas. “Las he tenido mejores…” contesto con un hilo de voz. “¿Te has pensado lo de acompañarnos al centro de día?” pregunta sandalias. “Sí…” afirmo con cierta duda. “Me gustaría conocerlo y que… me conozcáis”. Ambos sonríen y me tienden sus manos. Me incorporo entre cartones. “Tengo que preparar mis cosas” les digo mientras guardo los cartones en el carro donde llevo una maleta y una mochila. “¿Vamos?” me pregunta sandalias. “Vamos”.

Aquel fue mi primer día en el centro de día. Pablo, responsable del centro de día me presentó a las monitoras que me enseñaron las instalaciones. Un baño donde ducharme y donde, por fin, hacer mis necesidades con dignidad e intimidad sin riesgo de multa, una sala de estar con televisión, una zona de cocina con nevera, microondas y, por supuesto, un guardarropa con calzado y ropa para prestarme.

Desde entonces el centro de día se ha convertido en mi hogar. A pesar de seguir de transeúnte, y alternar noches en el centro de acogida municipal con noches en la calle, tengo un lugar donde cubrir mis necesidades y organizar los próximos pasos del camino. Ahora puedo caminar junto a deportivas y sandalias con mi nuevo calzado. Me conocieron prácticamente descalza y me acompañaron día a día hasta calzarme. Calzada me han ido conociendo mejor y me han presentado a la psiquiatra y al trabajador social del programa de atención a personas sin hogar. Ella me ayuda con ciertos pensamientos y emociones que me causan malestar y él me está ayudando a poner mis papeles en orden para poder tener un empleo en el futuro.

Agradecida. Estoy muy agradecida. Es un mes de septiembre y mientras unos pasan el día en la calle con calor, con hambre, con sed, con sudor y con miedo, otros ocupamos nuestro tiempo en el centro de día. La hora del medio día es la mejor. Aseada, sentada al fresquito en el salón del centro de día, como y bebo con mis compañeros y compañeras, con la seguridad de que estamos en familia. Siempre he sabido y he querido cuidarme, y ahora puedo hacerlo mejor.