PENSAMIENTOS DE LA AUTORA:
Escribí este relato en 2017 mientras rotaba como Enfermera Interno Residente de Salud Mental en la Unidad de Salud Mental Comunitaria de Cártama del Hospital Universitario Virgen de la Victoria. Tuve la oportunidad de acudir a varias sesiones de los grupos multifamiliares dinamizadas por un enfermero especialista en salud mental, un psiquiatra y una auxiliar de enfermería. Las vivencias de dicho grupo inspiraron este relato.
Un martes más, un martes cualquiera
Martes.
Once de la mañana. Sentado en el borde de una cama, cabizbajo, con los hombros
caídos y la mirada en el suelo, un hombre de mediana edad acariciaba unas
rugosas sábanas de hospital, lavadas mil y una veces. Aquel día caluroso y
soleado, su cuerpo se encontraba presente en aquella fría y gris habitación de
hospital. Quién podría imaginar que más allá de aquellas cuatro paredes, a
escasos metros, se encontraba el mar. Sin embargo, al cerrar sus ojos, su mente
se transportó a aquella amplia y luminosa sala, como cada dos martes al mes. No
podía imaginar lo que estaba ocurriendo en aquel instante, en aquel grupo. Se
encontraba solo en la habitación. Sin embargo, aunque físicamente no estuviese
rodeado de aquel grupo de señaladas personas, se sentía extrañamente acompañado
por las mismas.
A unos
treinta kilómetros de distancia, un calor de finales de verano daba la
bienvenida a los integrantes del grupo multifamiliar. La unidad de salud mental
comunitaria venía convocándolo de manera bimensual desde hacía más de ocho
años.
Mientras
se arreglaban los problemas técnicos de acondicionamiento de la sala, un
murmullo llenaba el silencio previo al inicio del grupo. Este murmullo,
necesario e imprescindible, manifestación de presencia en el grupo, parecía ser
más débil debido al periodo de tiempo más prolongado desde la última sesión del
grupo. El grupo se había visto interrumpido por las vacaciones de verano.
En el
centro de la sala estaban dispuestas en forma de óvalo una multitud de sillas.
Una joven preguntó si podía tomar asiento, y una mujer le invitó amablemente a
sentarse. “¿Cuántos años lleva usted viniendo al grupo?” preguntó la joven.
“Seis años” respondió la mujer, para sorpresa de ella. La mujer se acercó a la
joven y entrecerrando los ojos leyó en la tarjeta identificativa de la joven
“EIR de salud mental”. “¿Y eso qué es?” preguntó la mujer. La joven sonrió y se
presentó por su nombre explicando “Soy Enfermera Interno Residente y vengo para
aprender de y con ustedes. Es mi primer día”.
Con la
llegada de aquellas personas que iban tomando asiento, la sala se iba
inundando, de algún modo, de un aire de confianza, de complicidad. Un hombre
alto, arreglado y con corbata saludaba a todos aquellos que continuaban
llegando. Se intuía en su tarjeta identificativa la palabra “psiquiatra”,
aunque los años habían borrado casi por completo la misma. Finalmente, la sala
fue lentamente quedándose en silencio.
El
hombre permaneció de pie y dio la bienvenida al grupo que se había conformado.
Dirigió la mirada hacia la joven, y todas las miradas se percataron de aquella
nueva presencia en el grupo. Le pidió a la joven que se presentara y que
expusiese la razón por la cual se había unido temporalmente al grupo. La
acogida fue inmejorable, allá donde miró la joven, recibió una mirada atenta y
una sonrisa acogedora.
Un
hombre de piel morena y con una identificación que leía “enfermero especialista
en salud mental”, dio comienzo a la sesión invitando a los integrantes a
compartir sus experiencias vividas durante el verano. “Dormir, disfrutar,
descansar, viajar, visitar a familiares…” eran algunas de las actividades que
habían hecho durante el verano. El enfermero comenzó a anotar con rotulador
dichas palabras en la pizarra blanca situada en la cabecera del óvalo, tras lo
cual, preguntó por las previsiones o deseos para la vuelta a la normalidad
postvacacional. “Volver a la rutina” intervino una mujer morena, “tener
estabilidad” compartió un hombre con gafas, “retomar la natación” dijo un joven
con timidez. Hubo alguna sorpresa en el grupo respecto a la última afirmación,
y una pareja mayor cruzó miradas con incredulidad: eran sus padres. Ante dicha
reacción, el enfermero preguntó a sus familiares qué les parecía dicho cambio.
Su padre contestó con confianza “Ya era hora, hijo. ¡Claro que sí!”. El joven
esbozó una pequeña sonrisa que se borró rápidamente de su rostro cuando su
madre espetó “¡Pero qué dices! Llevas meses sin apenas salir de la casa y
tenemos que estar encima de ti para la medicación…” Se percibía cierto
resentimiento en su voz. “¡Mejor escucha a tu padre!” le animó el enfermero de
piel morena, riendo sonoramente, preguntando seguidamente al grupo “¿Qué creéis
que ha motivado este cambio?”. Alguien aseveró “Creer que es posible”, “¡querer
es poder!” sostuvo otro, “tener convicción” se escuchó al fondo de la sala a
una mujer cuya identificación leía “auxiliar de enfermería”, “tener ilusión…”
compartió la EIR. El grupo encontró un millar de reflexiones positivas para el
cambio. Las reflexiones ofrecidas parecían dirigirse hacia el joven en
disposición para el cambio, pero la mirada de los integrantes del grupo no
estaba en el cambio de esta persona. La mirada de cada uno, estaba situada en
sí mismo. El efecto espejo del grupo, estaba impactando experiencias y
vivencias actuales y pasadas de cada integrante del grupo. Residiendo el poder
del grupo como en tantas ocasiones, en contrastar lo compartido en el grupo,
con uno mismo.
“¿Y
tú?” preguntó el enfermero. “Ni fu, ni fa” respondió una mujer cana con un hilo
de voz. “¿Cómo has dicho que has pasado el verano? No te he entendido bien”
preguntó el hombre de piel morena. “Ni fu, ni fa” volvió a repetir ella. El
enfermero lo anotó en la pizarra y le preguntó “¿y cómo ves lo que viene
ahora?”. “Igual” replicó ella “ni fu, ni fa”. Un silencio inundó la sala, y
todas las miradas se posaron en aquella mujer menuda. Con dificultad y
reticencia inicial, compartió las razones de su sufrimiento actual y lo
justificó en su anclaje al pasado. El hombre alto y con gafas le animó a hacer
un ejercicio de reflexión, pero el malestar de ella le negó a participar. No
obstante, seleccionó a otro integrante del grupo para llevar a cabo el
ejercicio. El voluntario se dirigió a la cabecera de la sala y se situó entre
dos mesas. El hombre alto le indicó que se sujetara a una de las mesas. El
voluntario hizo esto, aferrándose con ambas manos a la misma. A continuación,
le pidió que se desplazase hacia la otra mesa sin soltar la mesa inicial. No
fue capaz. “¿Y soltando una mano?” le animó el hombre alto. Siguiendo las
indicaciones, el voluntario se soltó y estiró el brazo libre hacia la otra
mesa. Sin embargo, la distancia que lo separaba de la misma era imposible de
abarcar. “Uno no puede valorar dirigirse al presente o al futuro, si no suelta
el pasado. ¿Y si sueltas ambas manos?” El voluntario lo hizo, y permaneció en
el mismo lugar. Balanceándose hacia una y otra mesa, no era capaz de aferrarse
a ninguna. “No estar aferrado al pasado no implica dirigirse hacia el presente
o futuro. Uno puede permanecer sin dirección, sin avanzar. En ocasiones, uno
puede tomar la dirección sólo, en otras, acompañado, pero la decisión de tomar
una dirección, de avanzar, la tiene que hacer uno mismo” concluyó con la
metáfora el hombre alto. “Las vivencias conforman nuestro pasado y presente. La
vida es un tránsito en compañía” añadió el enfermero. La EIR compartió “Sin las
relaciones que establecemos con los demás, no son sino sobrevivencias. Lo que
hace que sean vivencias es precisamente ese tránsito en compañía”.
Transcurrida
una hora del grupo, apareció por el umbral de la puerta un hombre con un bastón
disculpándose por su retraso. Había dos sillas vacías en el óvalo que formaba
el grupo. Preguntó si alguna estaba ocupada, y los demás lo negaron invitándole
a tomar asiento. Sin embargo, aunque quedara una silla vacía, ésta, no lo
estaba. Se hizo un silencio tras el cual, intervino el hombre con bastón
sentado a la derecha de la silla vacía. “Uno de nuestros compañeros” dijo
mientras miraba la silla “no ha podido estar hoy presente debido a que ha sido
ingresado en el hospital.” Algunas personas se sorprendieron, pero otras eran
conocedoras de la situación. “¿Qué ha ocurrido?” le animó a continuar el
enfermero. El hombre con bastón relató lo acontecido en las últimas semanas. El
compañero lo había llamado angustiado, pidiendo ayuda, tras haber ingerido
indeterminadas pastillas de medicación para quitarse la vida. El hombre con
bastón, impotente ante la distancia geográfica que lo separaba de su compañero
que reclamaba ayuda, tras meditar unos segundos, dio la voz de alarma a su
mujer e hijas y se puso en contacto con otro integrante del grupo para poder
ayudarlo y ofrecerle un transporte para desplazarse a su equipo profesional.
Unas llamadas hicieron posible, que se movilizaran los medios para que este
compañero fuese valorado en el hospital ante esta situación de crisis.
“Pude
hacer poco por él” concluyó el hombre con bastón. “¿Poco?” Se sorprendió el
enfermero. “¿Consideras que fue poco gestionar lo posible para que pudiese
recibir ayuda?” Comenzó a dibujar con el rotulador en la pizarra blanca una red
tejida por las diferentes personas que se habían puesto en contacto durante la
crisis. “Este grupo es una red, un sostén. Es un grupo que está cohesionado y
centrado en la tarea” intervino el hombre alto y con gafas. “Está cohesionado
porque cuando se ha dado la situación, ha estado presente y disponible para un
integrante del grupo. Y está centrado en la tarea porque está cumpliendo su
función de ayuda mutua”. La red que se había tejido, que tan resistente y
sostenedora había sido ante dicho evento, era fruto de una labor de años de
duración. Invitadas pasajeras, como aquella EIR de salud mental, presenciarían
en varias sesiones, esbozos de la esencia de un grupo terapéutico afianzado.
Todo lo ocurrido desde la formación del grupo, hasta la adquisición de dicha
cohesión, y el valor y la trascendencia de esta, solo era y sería conocida por
los integrantes del grupo.
“Din,
don” sonó la campana del viejo campanario del hospital marítimo anunciando la
una del mediodía. La mente del hombre se reubicó de nuevo en aquella
habitación. Sin ser consciente de ello, durante aquellas dos horas, había
contribuido a seguir tejiendo esa red de sostén, con su experiencia y vivencia
como integrante del grupo, con su ausencia. Pues, ¿qué es, si no la ausencia,
otra forma de presencia?
Al
acariciar de nuevo las sábanas se preguntó cuántas personas habrían acariciado
las mismas mil y una veces y cuán rugosas eran las secuelas de tal arduo
proceso.
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